Triple Equis: Escuela nueva

junio 21, 2025
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EL COAHUILENSE

Por @arriagaxxximena

Fui a un temazcal, legado tradicional con más de mil años de antigüedad. Mi amigo –hermano de quien guía el ritual y ambos dueños del lugar– me explica (porque soy la única nueva de otros seis participantes, y me siento como en el primer día de una escuela nueva): “No hay una forma única de hacer este tipo de ceremonias. Hay combinaciones de tradiciones ancestrales, rituales nativos e indígenas de varias regiones, y nosotros, después de muchas experiencias, construimos esta casa de vapor con el fin de compartirlo con gente cercana, que pueda llegar a llamarse familia en algún momento. Lo hicimos para llenarnos, para tener experiencias propias y libres, y como medicina tradicional para renovarse y purificarse”.

Está diseñado en forma de media esfera pues representa el vientre mismo de la Tierra, con la única puerta dirigida al este –por donde sale el sol, un nuevo comienzo–, para cuando la abran, otro participante, maniobrando con cuernos de venado a manera de pinzas, pueda dirigir por un caminito que llega justo al centro del círculo, las piedras al rojo vivo, simbolizando al sol fertilizando la Tierra. Estar dentro es como regresar al útero materno, para luego renacer.

Al parecer, todo tiene un significado. No tenía idea de qué diablos era un temazcal, pero les cuento mi experiencia, mi percepción (no se puede tomar nota, va de memoria). A la entrada de cada piedra le damos la bienvenida, la intencionamos individualmente, y quien preside se encarga de tocarla con inciensos, hierbas o maderas y exponer un propósito o un deseo común. Nos hermanamos, si así lo queremos, a nuestra manera con dicho pensamiento. Nada es obligatorio, ni es necesario creer exactamente lo mismo que el otro. Unos mencionan a Dios, otros al universo, a la energía, o simplemente a la naturaleza. Lo cierto es que cada sección termina con un “Ometéotl”, en honor al dios ancestral de la dualidad, creador de la Tierra y el universo. Así como es arriba, es abajo. Porque de eso se trata esta ceremonia: de volver al centro, de conectar con la naturaleza, con nuestros orígenes, de liberarnos, de volver a nacer, de buscar el equilibrio. Como si nuestro cuerpo fuera un espejo del universo.

Al ingresar por la puerta chiquita del temazcal, uno entra de rodillas (no sé si por respeto o simplemente por su tamaño). Cada quien menciona su nombre y debe pedir permiso diciendo: “Por mí y por todas mis relaciones”. Ahí empecé a pensar: ¿Debí traer una lista mental? ¿Se incluye sólo a los ex? ¿O familia? ¿Amigos? Dijeron que a todos, pero igual nadie te revisa la tarea, así que proseguí. Entré con muchas dudas… pero también con mucha disposición.

Dicen que vas acumulando la energía de todos con quienes te relacionas. Tenemos “partecitas” no sólo de ellos, sino de nuestros progenitores, incluso de varias generaciones. Todos, de una u otra manera, te conforman. 

El protocolo tiene cuatro tiempos. Cada uno se compone de abrir una puerta espiritual (que coincide con el momento cuando se abre físicamente la puerta para introducir las rocas). Cada uno está asociado con los elementos: fuego, agua, aire, tierra. Representan aspectos de nuestra vida, de nuestra naturaleza: contigo mismo, con los demás, con tu entorno. En esa medicina tradicional se busca purificación y sanación.

No soy una persona especialmente espiritual ni conectada con la naturaleza. Yo diría: soy de ciudad, de internet, de soledad y letras. Vaya, en la edición pasada les acabo de contar que vi porn. No sé qué tan jodida estoy, pero nadie me juzgó. Me sentí acogida, cuidada. El ritual fue intuitivo, incluyente, libre. Una invitación a la reflexión propia.

Cada vez que se abre la puerta se introducen siete piedras calientes que, me explican, representan el ciclo del fuego. Es impresionante verlas iluminadas intensamente, rojas, incandescentes, con diminutos destellos que se desprenden. Luego se les rocía agua para provocar el vapor –si no estás acostumbrado es posible sentirte sofocado–. Puedes acostarte y hacer contacto con el suelo, pues en lo más bajo hay menos vapor: éste tiende a subir. Se cierra la puerta. Se reflexiona. Hay cantos, música. Luego, un momento sólo para ti. Estamos en absoluta oscuridad y silencio. Un tiempo para conectar, sentir y sanar.

No sé muy bien cómo se hace eso. Supongo que una principiante con obsesión por pensar no soltó fácilmente sus ataduras, y un ritual no fue suficiente para renovarse totalmente. Sin embargo, definitivamente disfruté el tiempo para mí, para pensar en los demás y manifestar. Un tiempo para entender cosas…

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En una de las puertas, la guía nos dijo que se trataba de nosotros, de cada uno. Empezar a pensar en quiénes somos, con qué conectamos. A veces olvidamos el amor más importante: el propio. Pienso en eso: ¿Me cuido lo suficiente? ¿Me hablo bonito? ¿Me quiero? Empiezo a tocar mi cuerpo y me gusta, así, sudando en exceso. Masajeo mi cuello, mantengo los ojos cerrados. Escucho un cántico en lengua indígena. Sigo su ritmo. Respiro. No sé si el profe me reprobaría, pero en ese momento tan mío, me toco la espalda, las piernas, el pecho, me siento sensual. Conecto conmigo misma, confirmo que me gusto. Amo mi cuerpo. (A nadie le he dicho que me toqueteé en un temazcal, mucho menos después de que al final, los demás compartieron sus experiencias más espirituales, tal vez me mandarían a la Dirección por esto).

Alabo a la naturaleza por esas emociones percibidas, por nuestros sentidos atentos, por nuestro cuerpo abierto a sensaciones diversas, propias y provocadas. Siento el sudor caer por mi cara, por mi cuello. Me pongo la mano en el pecho. Me encanta sentir. Sentirme. Vivir.

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Después vienen otras puertas, donde me comporto lo más espiritual posible para no pensar que este calor de la chingada es un anticipo del infierno. Me toca pensar en los demás, y lo hago. Nos replanteamos el sentido de comunidad, de ser red de apoyo para los otros. Que ninguna persona quede en mi conciencia por razones negativas. Libero, más que a ellas, a mí misma. Y pido logren conectar consigo mismas, alcancen sus proyectos, les vaya bien, tengan paz. Yo, de una manera u otra, quiero estar bien cada jodido minuto de mi existencia –tampoco sé si las malas palabras sean permitidas–.

Obvio, habrá estrés, tristezas, miedos. Pero pretendo desde ese momento vivir cada día desde la paz. Evitar las preocupaciones anticipadas, los escenarios trágicos futuristas que la mayoría de las veces ni llegan a suceder. Y aunque no me gustan ni la lluvia, ni las moscas, ni los zancudos, mi intención es aceptar que soy parte de esa naturaleza. Tal vez tratar de disfrutar más las oportunidades de estar cerca. Ser mi centro. Y de ahí, partan buenas energías para los demás.

Estar casi una hora dentro, con un vapor casi sofocante, no es para todos. Algunos platican que sus cuerpos no lo resisten. Me dicen que puedes salir en cualquier momento. El mío se sentía muy bien. Termina. Salgo sonriendo, contenta, con el corazón lleno. Más que si hubiera aprobado un examen. Reconozco también que tuve momentos de lágrimas. Por una o muchas razones. Algunas con nombre, otras sólo de desahogo…

Al salir, lo haces también, con todas tus relaciones. Porque eso somos y seremos siempre, lo queramos o no: una persona con algo de los demás. En interconexión con muchas otras. Todo lo que hacemos no nos afecta sólo a nosotros, sino en algún punto con todos con quienes estamos vinculados.

Y en estos tiempos en los que somos más intolerantes, individualistas, desconectados, ajenos a la naturaleza y a los demás, no nos caería nada mal un temazcal de vez en cuando o algún otro momento para aprender, reflexionar y tratar de encontrarnos. Para sentirnos, reconocernos, re-vivirnos un poco. Buscar nuestro centro y renovar el sentido de comunidad y de comprensión mutua.  

Aho*!

* “Que así sea”, se utiliza para expresar aceptación, conexión y gratitud. 

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