Por Alberto Aguirre
Acaba de cumplirse un mes de que el Departamento de Estado de los Estados Unidos retirara su visa a la gobernadora de Baja California, Marina del Pilar Ávila, y a su esposo, Carlos Torres Torres. La lejanía entre ambos no impidió que la mandataria morenista resultara lastimada políticamente hablando por las intrigas.
La última aparición pública de la pareja ocurrió en septiembre del año pasado. Y aunque Torres cumplió intensivamente como responsable de los programas de reconstrucción de los centros históricos de Mexicali y Tijuana cumplió con la recomendación de los asesores de la gobernadora, para no cruzar agendas. Del “gran apoyo” que el exdirigente panista significó para la exalcaldesa –contrajeron matrimonio en septiembre del 2019— a borrarlo del entorno institucional, bastaron apenas unas semanas.
Había razones de imagen: aunque fuera “honorífico” y sin goce de sueldo, el coordinador de programas especiales se convirtió en una especie de vicegobernador —al principio con la connivencia de su esposa— que restó autoridad a funcionarios municipales y estatales. Pero también había razones de fondo: la Federación había iniciado pesquisas (a finales del sexenio de Jaime Bonilla) sobre los Torres Ávila y su entorno.
Sin cargo, pero con poder, el esposo de la entonces alcaldesa se convirtió en el principal operador político en la capital bajacaliforniana: “En privado, decidía qué obras urbanas se priorizaban, filtraba nombres para contratos (…) y en público, él quería corregirle posturas, controlar la agenda. Gobernar en la sombra”.
Sostienen que Marina del Pilar no estaba al tanto de todas las gestiones, reuniones ni acuerdos que Carlos manejaba en las sombras, haciendo uso de su nombre, pero lo que sí supo —y asumió— fue que, si no cortaba con ese vínculo, el daño sería mayor.
Y poco a poco tomaron distancia. A diferencia de otros casos, Marina del Pilar no eligió el escándalo, optó el control de daños. Apostó por el distanciamiento contundente, pero sin aspavientos. En privado, colaboradores cercanos admiten que, desde su salida, el ambiente en el gobierno estatal cambió. Se eliminó la tensión, se estabilizaron las decisiones y se cerró el paso a operadores que habían ganado influencia por su cercanía con Torres.
“¿Y Carlos?” era una pregunta recurrente para la gobernadora, quien atendía una intensa agenda de reuniones y giras de supervisión sola, sin su esposo. ¿Siguen juntos? Nadie se ha atrevido a preguntarle. Y Marina no habla de su vida privada.
Los rumores corren, aunque no hay evidencia —al menos públicamente— de una ruptura, salvo el retiro “voluntario” de Torres de las funciones honoríficas “para atender a la familia”. Sus gestiones simbólicas, empero, sufrieron un vuelco dramático. “Ya no lo necesita”, suelta un funcionario estatal, con conocimiento directo de la situación. “Carlos era el personaje al inicio del sexenio, pero ahora es un problema que intentan manejar con discreción”.
Marina del Pilar ya no esconde su soledad. Como gobernadora, como mujer, como madre, ha decidido eximirse de culpas ajenas y deslindarse de una historia que pone en riesgo su futuro. Eligió seguir sin Carlos, no por conveniencia, sino por supervivencia política. Y más si su familia política es responsable de conductas indebidas.
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