Por @arriagaxxximena
Todos llevamos con nosotros un pequeño territorio: la proporción física de nuestro ser. Ese espacio corporal definido como propio, al cual los demás no pueden acceder sin nuestra aprobación.
La separación que mantenemos las personas entre sí depende de circunstancias y cuestiones particulares, muchas estudiadas por ciertas ciencias, otras derivadas de nuestra naturaleza animal-territorial y, en ocasiones, de patrones de conducta que pasan desapercibidos, pero se repiten. Cuando alguien traspasa esa distancia y se acerca demasiado, la incomodidad surge al instante.
Las personas altas dominan un territorio más extenso y requieren mayor distancia simplemente por su tamaño. Por su parte, las personas acaudaladas también prefieren mantener un límite de proximidad considerable. Y, en general, las mujeres suelen establecer más barreras al respecto.
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Sin embargo, hay otros factores que influyen en la utilización del espacio, y uno es determinante: la belleza. Las personas atractivas, sin importar su estatura o sexo, gozan de un territorio personal más amplio. Su magnetismo, casi natural, otorga privilegios únicos. ¿Te has detenido a pensar cuántas veces, ya sea en la posición de ser percibido como “guapo” o al considerar a alguien como tal, han cambiado las cosas por su atractivo? ¿Recuerdas a una autoridad siendo más flexible por considerar agradable al sujeto en cuestión? ¿O alguna vez fuiste más amable con alguien por parecerte atractivo? ¿Son l@s guap@s quienes dominan un espacio más amplio, o somos nosotros quienes les permitimos conquistar parte del nuestro?
Tal vez hablo desde la experiencia personal; lo he vivido, aunque en X he recibido mil comentarios sobre lo “horrible” que debo ser, pues nunca publico fotos de mi carita. Pero, ¿qué hace que la belleza sea tan poderosa? Según Nancy Etcoff en su libro La supervivencia de los más guapos, las personas atractivas suelen sentirse más cómodas con los demás. Tienen más confianza, temen menos a las críticas y tienden a imponer su presencia de manera más efectiva. A lo largo de la historia hemos concedido a este concepto un poder que va más allá de la simple apariencia física.
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En el ámbito laboral, el atractivo también juega en favor. El efecto halo es un fenómeno bien conocido en la psicología social: el juicio elaborado sobre una persona se ve influenciado por su apariencia. Un rostro bello tiene el poder de generar una percepción positiva, incluso cuando no se han demostrado habilidades algunas. La belleza, entonces, ofrece una ventaja palpable, que ya después tus amigas envidiosas se encargarán de echarte en cara.
También existe un costo: el castigo recibido por quien carece de ella puede ser aún mayor que la recompensa por ser considerado atractivo. Recordemos figuras como El Jorobado de Notre Dame o el Frankenstein de Mary Shelley, eternamente asociadas a la fealdad; ambos casos exponen cómo la sociedad ha relegado a aquellos que no encajan en sus cánones estéticos, pese a demostrar generosidad y otras cualidades muy humanas; son condenados solamente por su físico fuera de lo común.
Pero, ¿por qué nos atraen tanto los rostros bellos? La respuesta radica en la evolución. A escala biológica se buscan señales de juventud, bienestar y capacidad de reproducirse, especialmente en el género femenino.
El color de la piel, la tonalidad del cabello, las proporciones de las medidas: todos son códigos visuales que nos ayudan a identificarlas.
El cabello, qué decir del cabello, para muchos es la herramienta más provocativa del cuerpo humano.
El simple gesto de mover el cabello o de acariciarlo puede ser una señal clara de deseo (me consta, jajaja). En muchas culturas el cabello de las mujeres se oculta tras el matrimonio, como si su poder de seducción fuera tan incontrolable que debe ser restringido. Pero el cabello no sólo es atractivo, también es un archivo viviente de nuestra historia personal, el testimonio de nuestras decisiones, nuestros cierres de ciclo, nuestros estados de ánimo, nuestra identidad.
El concepto de belleza no es estático, varía de acuerdo con la cultura, las generaciones, las etnias, etcétera.
Sin embargo, la predominancia de ciertas características armónicas parece ser universalmente apreciada. No importa de qué lugar provengas: si encajas en cierto patrón de equilibrio, hay muchas probabilidades de que seas percibido como bello y, como tal, despertar deseos, fantasías e incluso la admiración instantánea.
Los hombres tienen una relación particular con la belleza. Su percepción es más inmediata y se centra principalmente en las señales físicas relacionadas con la fertilidad y la salud. A la mujer, en cambio, le toma más tiempo evaluar, pero su criterio está teñido por un sentido crítico que, en muchos casos, se nutre de la competencia entre ellas, evaluándose unas a otras. La rivalidad femenina, silenciosa pero implacable, también tiene profundas raíces culturales y biológicas.
El maquillaje ha sido una herramienta polémica a lo largo de la historia. Pese a las críticas, las mujeres han seguido utilizándolo, buscando con ello potenciar su atractivo sexual, ocultar imperfecciones o incluso subrayar su juventud. ¿Recuerdas a Marilyn Monroe y su rubio radiante? O a Elvis Presley, quien, al teñirse de negro, exageró los signos de masculinidad para elevar su poder y seducción. Mujer y hombre, arquetipos aspiracionales de la perfección física que han trascendido a la historia.
Si bien la beldad es poderosa, tiene fecha de caducidad. En una sociedad que valora tanto lo físico, el atractivo puede ser un boleto para el éxito, pero al depender de un cuerpo que envejece, es una ventaja que, con el tiempo, se pierde.
La proxémica indica las siguientes distancias sociales como recomendables:
• Espacio íntimo: Entre 0 y 45 centímetros. Se da en situaciones de máxima intimidad (familia cercana, pareja y amigos íntimos, reales, casi algo, etcétera.).
• Espacio casual-personal: Entre 45 y 120 centímetros. Habitual en las relaciones interpersonales (amigos, compañeros de trabajo, desconocidos en un ambiente como una reunión o antro).
• Espacio social-consultivo: Entre 120 y 364 centímetros. Espacio en situaciones donde se intercambian cuestiones no personales (ambiente laboral, desconocidos, algunos eventos).
• Espacio público: Desde 364 centímetros hasta el límite de lo visible o lo audible (relaciones formales, eventos públicos).
Lo cierto es que la distancia que mantienes con los demás no sólo depende de tu espacio corporal, la cultura o el concepto estético que profeses. En ocasiones se vuelve jodidamente necesaria la cercanía de alguien, y en otras, definitivamente quisieras estar solo.
Las preferencias universales siguen existiendo. Los rasgos más apreciados de armonía estética suelen coincidir en diferentes culturas y generaciones. Mientras la apariencia continúe siendo una poderosa herramienta de seducción y ascenso social, nos recuerda que, más allá de lo físico, todos buscamos lo mismo: ser vistos, ser deseados, ser valorados y pertenecer, poder disfrutar de compartir ese espacio íntimo sin el miedo de ser vulnerados.
No sé si alguna vez superemos (o debamos hacerlo) nuestra naturaleza animal, que instintivamente busca señales de personas “aptas” con quien hacer manada o reproducirse, y nos centremos en lo que los espirituales llaman la verdadera belleza, la cual, definitivamente, reside en lo que no se ve.
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