Por Brenda Macías
Cuando lloramos mostramos vulnerabilidad, desborde, duelo, amor, revelación y felicidad. Pero ¿qué ocurre si las lágrimas no sólo son rastros emocionales sino mapas de sanación? ¿Y si, al mirarlas de cerca, en lugar de una gota hallamos un paisaje? Esta pregunta guio a la artista y fotógrafa estadunidense Rose-Lynn Fisher a emprender un viaje microscópico por la geografía del llanto, cuyo resultado conmovedor y sorprendente tituló The Topography of Tears (2017).
Fisher recolectó durante años lágrimas propias y ajenas: lágrimas de felicidad, de dolor, de angustia, de gratitud, incluso de cebolla. Cada una fue depositada sobre un portaobjetos de cristal, dejada secar y fotografiada con un microscopio óptico. El resultado es una serie de imágenes en blanco y negro que parecen vistas aéreas de ciudades, dunas, cordilleras o deltas fluviales.
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La expresión líquida y salada de las emociones, al secarse, deja un rastro que se asemeja al mundo físico en el que habitamos, pero también nos deja constelaciones. Al escuchar sobre este proyecto, gracias a la psicoterapeuta Lucía Zamarripa, evoqué la poesía inmersa en la gran idea de observar las lágrimas bajo el microscopio.
En estos días en los que he llorado tanto, ¿qué forma tendría el rastro que queda en esa cascada de lágrimas, mocos y saliva que soy, que he sido? Quizá en mí habita un caleidoscopio de emociones encontradas y sentimientos intensos por la transformación de la vida.
The Topography of Tears sugiere una verdad poderosa: que cada lágrima es única no sólo por lo que la provoca, sino por la forma que deja. Aunque todas contienen agua, sal, hormonas, enzimas y anticuerpos, las lágrimas emocionales –a diferencia de las basales o reflejas– están saturadas de neurotransmisores como la leucina encefalina, un analgésico natural. En su composición habita la química del consuelo, pero en su forma se dibuja una cartografía emocional tan compleja como irrepetible.
La ciencia no ha terminado de explicar por qué lloramos, pero Fisher nos recuerda que hay cosas que las palabras no alcanzan a nombrar y que las lágrimas, en su fugacidad, conservan algo del instante que las originó. En su libro –delicado y silencioso como un suspiro contenido– escribe:
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“Estas imágenes son las únicas huellas que quedan de esos lugares que sólo existen durante un momento de sentimiento intenso… y luego desaparecen”.
Desde el duelo por la muerte de una persona querida hasta la risa incontenible, pasando por el agotamiento o la ternura, cada lágrima que Fisher capturó lleva una historia que se volvió forma.
Un mapa en miniatura de lo que somos cuando ya no podemos contenernos. Un atlas de la emoción humana, en donde la topografía del llanto revela no sólo lo que sentimos, sino cómo habitamos lo que sentimos.
Tal vez por eso el proyecto resuena tanto en un mundo que nos empuja a ocultar la fragilidad. Porque The Topography of Tears no convierte el dolor en espectáculo, sino en contemplación. Nos invita a mirar de cerca, a ralentizar el gesto, a recordar que, cuando lloramos, también dibujamos –aunque no lo sepamos– un fractal emocional que escapa al lenguaje, pero no a la belleza.
Llorar, entonces, no es sólo una rendición. Es también una forma de ver un prisma en el que la emoción se quiebra en geometría y en un inesperado espejo.
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