Por Gonzalo Villanueva
Este miércoles por la tarde noche Saltillo presenció la primera callejoneada en el corazón de su zona centro, un evento que, a primera vista, pretendía recuperar la tradición y resignificar los espacios públicos a través de la cultura y el folclor. Sin embargo, tras la música, las luces y las fotografías oficiales, subyace una operación simbólica profundamente problemática: la farsa institucional que disfraza de participación y revitalización una intervención política que poco o nada tiene que ver con las verdaderas necesidades sociales de la ciudad.
Entre quienes estudian los aspectos sociales en la ciudad salta a la vista que estos espectáculos públicos encubren un proceso mucho más profundo y preocupante: la apropiación del espacio simbólico por parte de la clase política municipal, que busca reposicionarse en la narrativa ciudadana no mediante el ejercicio del buen gobierno, sino a través del maquillaje cultural de una ciudad que se desmorona en sus estructuras más básicas.
Basta caminar por el mismo centro histórico para advertir las grietas físicas que también son grietas sociales: banquetas rotas, calles peligrosas para peatones, ausencia de rampas o accesos inclusivos, transporte público deficiente y una creciente presión gentrificadora que desplaza a residentes históricos para dar paso a un centro “instagrameable”, pero cada vez más ajeno a quienes lo habitan cotidianamente. Mientras tanto, se organizan eventos para “revivir el alma del centro”, cuando lo que se necesita con urgencia es dignificar las condiciones materiales de vida de quienes lo transitan, lo trabajan y lo sufren día a día.
Este tipo de intervenciones encajan en lo que podríamos llamar una política del simulacro: acciones de alto impacto visual pero de nulo efecto estructural. La callejoneada no es más que una puesta en escena, cuidadosamente diseñada para ocupar simbólicamente el espacio público y desplazar del debate las demandas históricas de accesibilidad, equidad y justicia urbana. Lo que se presenta como una celebración ciudadana, en realidad, funciona como una operación de blanqueamiento institucional: se recubre de folclor lo que en el fondo es negligencia estructural.
Cabe preguntarse: ¿a quién sirve esta callejoneada? ¿Qué voces quedan fuera del relato que se impone? ¿Dónde están los vecinos del centro en esta narrativa? ¿Dónde están los usuarios del transporte público, los adultos mayores que no pueden caminar sin tropezar, las personas con discapacidad que no logran acceder a los espacios básicos de su ciudad?
La cultura no puede ser el velo con el que se ocultan las desigualdades. Y las políticas públicas no pueden seguir reduciéndose a actos performativos. Saltillo no necesita más eventos. Necesita compromiso con la ciudad real. Con la que no aparece en los boletines. Con la que no marcha al ritmo de estudiantinas, sino que resiste a pie, cada día, entre baches, escaleras y omisiones.
Es momento de descolonizar el centro. No con folklore ni con selfies, sino con justicia urbana. Porque una ciudad que celebra su historia mientras ignora su presente, está condenada a convertirse en una escenografía vacía, donde lo único real es la exclusión.
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