Andrés López Beltrán, hijo del presidente Andrés Manuel López Obrador y actual secretario de Organización de Morena, ha comenzado a construir su propia ruta política dentro del movimiento que fundó su padre. Pero en ese camino no sólo enfrenta los desafíos de la transición generacional, sino también la resistencia de figuras provenientes del viejo régimen que han encontrado acomodo en Morena.
Una de las más representativas es Hannah de Lamadrid Téllez, exmilitante del PRI, con un historial de candidaturas plurinominales y fracasos electorales, cuya presencia ha generado divisiones internas y un amplio rechazo entre los simpatizantes más fieles de la Cuarta Transformación. En lugar de sumar, ha operado en contra de candidatos del partido, favoreciendo a la oposición o descarrilando perfiles. Su llegada encarna aquello que el lopezobradorismo prometió erradicar: el reciclaje de la vieja política.
Su incursión como candidata de Morena por la alcaldía de Coyoacán fue el primer gran error. Designada desde las altas esferas, sin arraigo real en el territorio y cargando con el estigma de su cercanía con el peñismo, Hannah fue incapaz de articular un proyecto creíble ante la ciudadanía. El resultado fue predecible: derrota contundente frente a un candidato de la oposición y una campaña plagada de inconsistencias, acusaciones de actos anticipados y una desconexión total con las bases de Morena en la demarcación.
Lejos de asumir su responsabilidad tras la derrota, De Lamadrid encontró cobijo en la burocracia capitalina. En cuestión de semanas, asumió cargos en dos secretarías del gobierno de la Ciudad de México: primero en la Secretaría de Administración y Finanzas, y luego en la Secretaría de Turismo. Todo esto sin rendir cuentas públicas, ni siquiera en sus redes sociales, donde omite cualquier mención a sus nuevas responsabilidades, pese a cobrar más de 95 mil pesos mensuales. Su opacidad alimenta la percepción de que se trata de una política que se mueve entre sombras, más interesada en conservar poder que en servir al pueblo.
Lo más preocupante es que su influencia no se limitó a la capital. Se comenta que, en Durango, habría trabajado para el doctor José Ramón Enríquez, que brincó a Morena con la promesa de “conquistar” la capital del estado. El resultado fue un desastre: Enríquez no sólo perdió, sino que cayó hasta el tercer lugar.
Su campaña, según fuentes consultadas, habría sido coordinada directamente por De Lamadrid Téllez, en lo que podría considerarse su operación más cuestionada hasta ahora. De acuerdo con testimonios internos, fue pieza clave en el descarrilamiento de la candidatura de José Ramón Enríquez, quien en enero encabezaba las encuestas con una ventaja de 10 puntos, misma que se desvaneció rápidamente. La derrota final, sostienen diversas voces dentro del partido, no fue producto del azar, sino consecuencia directa de una jugada política presuntamente orquestada por ella.
En lugar de sumar, Hannah ha restado. En lugar de unificar, ha fracturado. Su incorporación a Morena ha sido un lastre evidente, una contradicción viviente para un movimiento que presume ser diferente.
Su caso es emblemático porque demuestra cómo Morena ha caído en las mismas prácticas que criticó durante años. Convertir a una expriista sin base social en candidata, y luego premiarla con cargos públicos tras una derrota estrepitosa, no sólo es una bofetada para la militancia, también es una señal de alerta sobre el rumbo que podría tomar el partido si no corrige el camino.
La 4T no puede sostener su legitimidad mientras mantenga figuras como la suya en posiciones clave. El pueblo ha hablado una y otra vez, en Coyoacán, en Durango, y en las urnas. Y el mensaje es claro: basta de simuladores. Basta de premiar el fracaso con nómina. Si de verdad se quiere transformar al país, hay que empezar por limpiar la casa.
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